domingo, 4 de mayo de 2008

EL PARAGUAS DE CESAR VALLEJO

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EL PARAGUAS DE CESAR VALLEJO
Gabriel Uribe
© 2005, Gabriel Uribe g.uribe@hotmail.fr
©LOS NUESTROS EN PARIS - Ediciones VERICUETOS, 2007, Paris

"Je m'interesse à la lucidité, je ne m'interesse pas à la sincérité."
ANTIMEMOIRES - André Malraux
A Eduardo García Aguilar
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Es el caer de la tarde, en las afueras de París. Dos hombres y una mujer, gente miserable, buscan cosas en un basurero. Ven aparecer a un hombre joven que también se pone a buscar. Pero el joven es gente bien. Vestido de oscuro, con corbata. Al joven lo que le interesa son sólo las botellas. Los andrajosos lo toman por un coleccionista caprichoso. El joven habla sin dirigirse a nadie, habla sin mirarlos en una lengua que ellos no comprenden. Y mientras habla no se mueve un sólo músculo de su cara, como si fuera de piedra. Busca con afán, escogiendo.Y sigue hablando en voz alta mientras busca. Ellos no entienden, desconfían de las palabras que el joven se dice a sí mismo, pero les gusta la música que tienen, esa sonoridad acompasada como si hablara en versos.

"¡Oh botella sin vino! ¡oh vino que enviudó de esta botella!"


El joven mete las botellas en un saco y se va. Los andrajosos, pensando en las botellas que se lleva dicen qué lástima que no estuvieran llenas. El joven oye pero no contesta, no quiere que nadie lo tome por un necesitado, ni por"un aborigen australiano o un senegalés", se dice. Se llama César Vallejo y a pesar de su apariencia juvenil nació hace ya 32 años, en el Perú.


Se aleja con su saco a cuestas. Venderá las botellas, con paciencia pero sin humildad, más bien con un secreto orgullo, sabe que ganará más haciendo eso que escribiendo crónicas, pero escribir no es para él sólo un medio de ganar dinero sino su única manera verdadera de seguir viviendo, en el sentido cabal de la palabra.

Aunque en este momento su situación económica es muy precaria, piensa que con sólo pan y leche se puede calmar el hambre durante años, mientras pasan los malos tiempos. Escribir, enviar corresponsalías al Perú, hacer amigos, vender botellas, darle un valor a lo que no tiene ninguno para sobrevivir. Esa será su vida durante el primer año, dura, muy dura. Sin trabajo, y siempre con la ilusión de que le pagarán por sus colaboraciones para los periódicos del Perú el dinero suficiente para vivir en Europa.

Había partido de su tierra a mediados del año anterior, en 1923, cuando se embarcó junto con su amigo Julio Gálves. Julio llevaba enormes maletas con su ropa y con cosas personales y sólo quería conocer, viajar un poco, tener algunas experiencias en el Viejo Continente para poder contar allá, de regreso, y eso sería todo.

Europa goza sus buenos tiempos de paz, desde hace cinco años, cuando terminó la Primera Guerra, y los jóvenes suramericanos sueñan con conocerla, con ver y palpar esa zona del mundo que ha pasado por las más duras pruebas y sigue siendo bella, fascinante, un faro de cultura. Visitar ciudades y conocer mujeres, piensa Julio Gálves, hacer esa gira cuanto antes porque la vida es corta, porque hay una mujer que será su esposa y que lo espera allá en su tierra cuando vuelva y porque después, se dice, se acabarán todos los viajes largos, se reducirá el mundo, el camino de la aventura quedará cerrado para siempre, llegarán los hijos, las verdaderas responsabilidades y el resto.

En cambio César Vallejo no piensa volver al Perú, lleva pocas cosas en su única maleta, su terno gris oscuro, un par de libros de poemas y un manual para aprender francés. En un baulito, sus amuletos : fotos de sus padres, una canica roja regalo de cuando cumplió sus ocho años en 1900, y, atada con un pañuelo floreado de batista, una moneda de oro de 500 soles.

LAS NOTICIAS DE LA TIERRA

Pasa por la casa de don Ambrosio Montalvo, un peruano rico de París. Don Ambrosio recibe regularmente la prensa de su país. Le deja a Vallejo los periódicos que ya ha leído.

"Reanudo mi día de conejo,
mi noche de elefante en descanso."

El joven se lleva los periódicos, en paquete, para leerlos uno tras otro. No sólo quiere tener noticias de su país, sino saber si le han publicado al fin alguno de esos artículos que constantemente envía. Entra con el paquete de periódicos bajo el brazo a un viejo edificio de la calle Vercingétorix. La concierje, que lo ve pasar con su cara mustia, ni le hace caso. El atraviesa el largo corredor, sube al primer piso. Abre la puerta de la derecha con una vieja llave. Adentro, en el silencio, hay un vasto espacio de luces y sombras creadas por el poco sol que viene de un patio interior y que pega sobre muchas cosas. Pero las cosas, tan numerosas, no son reales sino aparentes. Es un taller de pintor. Es el taller de su amigo Max Jimenez, el costarricense, y, como dice Vallejo tomándole el pelo, no hay como ser de Costa Rica para tener buena suerte. Max, no está, se ha dio al Mediterráneo, por unos días, con una amiga. César vive ahí, es decir ahí duerme y cuida el taller cuando Max no está. De resto, se aparece sólo cuando Max no está trabajando, pues no quiere molestar. Como no hay nadie ese día, se comporta como en casa propia. Se sienta en el suelo, abre con calma los periódicos y se pone a leer. Se detiene de pronto en un anuncio de defunción. Lee y relee hasta convencerse, hasta ver que no puede evitar la noticia : su padre ha muerto, allá donde él ha nacido, en Santiago de Chuco.

"No volveré al Perú hasta que quede piedra sobre piedra".

"LA CASA DEL DOLOR"

Despierta en el hospital. Los quejidos de los otros enfermos no lo dejan dormir. Es tarde en la noche, recuerda la noticia de la muerte de su padre, recuerda que tiene que vender botellas para poder vivir, que escribe artículos que no le publican y que por los que se publican todavía nada le pagan.

"Seguramente nadie está a mi lado,
me importa poco, no lo necesito"

Amanece otro día. Viene el médico con unos papeles en la mano y le dice que no tiene nada. Se sorprende cuando le dicen que lleva ya un mes ahí. Los exámes que se le han hecho no reflejan nada. No tiene ninguna enfermedad, al menos ninguna enfermedad conocida. Vallejo mira al médico en silencio, estornuda. Es el olor de los antisépticos, dice el médico.La mujer del aseo, que ha oído la explicación del médico, comenta con otra en el pasillo que lo que el señor tiene es hambre. Bastaba verle la cara. Los médicos llevan más de un mes buscándole una enfermedad tropical, y nada. El médico lo examina, por conciencia profesional, sin ganas, le dice que esta vez tiene que irse. Necesitan la cama para verdaderos enfermos, gente que se sepa qué es lo que tienen y se puedan diagnosticar. Vallejo se levanta, apenas puede caminar. El médico le pregunta a dónde piensa ir. A España, me voy a España. El médico sacude la cabeza, lo deja solo con sus monólogos.

LA GRAVEDAD DEL MOMENTO

Mientras contempla la ejecución de un reo habla con otro colega periodista de literatura. Habla mucho porque quiere ignorar lo que está viendo, y el otro ni se da cuenta. El otro se ve fresco, como si estuviera presenciando un espectáculo al cual ya está acostumbrado. Vallejo le dice que no entiende ese encarnizamiento de la ley con los delicuentes. El otro contesta que son medidas higiénicas para beneficio de la sociedad. A Vallejo le parecen inhumanas esas medidas. Lo entorpece ese ceremonial estúpido, la hipocresía que envuelve esa especie de venganza. Ahí está ya el condenado, que se deja llevar, como un espectador más. Se afanan los funcionarios. En ese instante el pobre hombre es el centro de todas las miradas, el centro del mundo. El momento es grave, no porque lo prescribe el protocolo sino porque todos saben que es el último. Desde de ese momento, sin embargo, la gravedad del mundo para el reo habrá desaparecido. Dentro de un instante contemplarán todos la desaparición de todo un mundo.


"El momento más grave de mi vida no ha llegado todavía."

Habla y habla, como para ignorar incluso lo que está pensando, todo ese ceremonial de la ejecución que no termina, y sin poder quitarse la idea de la Muerte, ahí esperando para entrar en escena. Habla y critica para provocar a su interlocutor. El otro contesta que ningún extranjero puede darle clases de humanidad a su país, saca a cuento los Derechos del Hombre. Vallejo le pregunta si ese hombre que van a ajusticiar no es un ser humano y el otro dice que era un ser humano antes de cometer su crimen y renunciar a su puesto en la humanidad, ahora se ha convertido en un ser de otra especie. La interminable ejecución al fin se termina. Al despedirse, el colega le dice a Vallejo, bueno, entonces hasta la próxima. Vallejo le contesta que él no volverá a asistir a una ejecución. El otro lo mira extrañado, le pregunta si puede negarse. Vallejo contesta que a él nadie lo obliga a nada. Qué falta de profesionalismo la de ustedes, dice el otro. Le augura una mala carrera, el único modo de asegurarse un público y de que lo lean a uno es escribir sobre casos interesantes, sensacionales, dice. Vallejo contesta que eso es evidente. ¿Entonces? Nada.
Pero años más tarde recordará esta escena y esta conversación de tono profesional y este olor a muerte impuesta y codificada. Y le dará gracias a la poesía y a lo que ella puede por la vida. Eso será cuando la joven Violette Nozières resulte arrestada bajo la acusación de intentar envenenar a sus padres. El padre ha muerto, la madre le sobrevive. Violette es condenada a muerte.


Los surrealistas toman partido por ella y publican un volumen colectivo de poemas y pinturas. Ocho poetas : Breton, Char, Eluard, Henry, Mesens, Moro, Peret y Rosey; y ocho pintores : Dali, Tanguy, Ernst, Brauner, Magritte, M. Jean, Arp y Giacometti. Ellos la salvan, a Violette Nozières le permutan la pena capital por la cadena perpetua. Y desde el fondo de su alma hasta el borde de su pluma Vallejo le agradece el gesto a los surrealistas.

UNA COSTURERA DE ALTOS VUELOS
En un café, está con Henriette y con una pareja. Paul y Virginie, se diría. Llegan otros, cononocidos recientres. .El humo denso distorsiona los rostros. Pero las voces, a pesar del ruido del piano que golpea sus notas sin clemencia, son nítidas, distinguibles. Les cuenta que en días pasados ha visto una ejecución. Los otros hacen bromas y él les responde con fragmentos de André Breton. Todos se ríen porque Vallejo distorsiona las palabras, hace calambures con los versos. La pareja de amigos cree que Vallejo tiene dificultades con la lengua francesa. Pero Henriette sabe que el peruano lo hace sólo por burlarse de Breton. Beben. Cuando empieza él a recordar sus amores de Trujillo, en el Perú, ella se disgusta. "Ya estás borracho", le dice. Pero siguen bebiendo.

"¡Hablan como les vienen las palabras,
cambian ideas bebiendo
orden sacerdotal de una botella;"

A estas alturas de su vida en París ya ha hecho amistad con escritores y artistas franceses importantes, pero le gusta sobre todo la vida de los cafés populares. Le parece bueno para la salud del alma encanallarse un poco y aunque Henriette prefiere el café de la Régence, donde se conocieron, la mayor parte del tiempo la pasan en bares corrientes.

Henriette se gana la vida como costurera y quiere posar de gran dama. Pero al menos gana lo suficiente para gastarse en cafés elegantes, mientras que Vallejo con sus artículos no gana ni para vivir decentemente.

"Dios mío, si tu hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;"

Por momentos recita de memoria párrafos de Afrodita y hace elogios de Pierre Louis y recuerda en voz alta las muchachas de Trujillo y habla de Mirto, su gran amor, mientras Henriette sacude la cabeza, fastidiada.

Y las burlas contra Breton suben de tono, lo llama "anarquista de barrio, rebelde de bufete". En cambio, porque admira a Robert Desnos, se envanece de su amistad. Cuando le hacen preguntas contesta con un gesto o guarda silencio. Sabe que a su respuesta se añadirá otra pregunta y luego otra. Racional, cartesianamente, piensa.

"Este piano viaja para adentro"

Guarda silencio. El ruido alrededor crece. Otros amigos de estos amigos llegan. Entonces tiene que volver a hablar, aunque sea para él mismo. Las voces, las miradas, las siluetas de las mujeres lo fascinan. Aurore, Céline, Margot y otra, la de pelo castaño, con pecas. En los hombres se fija menos. La descripción de un hombre en reposo no tiene nada de interesante. Las mujeres no entienden de poesía, les dice de pronto, jugando, y la de pecas sopla para apartarse un mechón y bebe, mirándolo a los ojos, con desafío casi. No, y sacude él la cabeza, no entienden, le repite sonriendo.

Y lo repitirá más en serio años después. Porque pasará por la calle de Miromesnil y descubrirá el instituto de belleza que ha puesto ahí Colette, siendo ya escritora célebre en todo el mundo, y verá con sus ojos sorprendidos de provinciano una cosa que le parece totalmente incomprensible : Colette atiende su negocio de afeites y cremas personalmente. No, las mujeres no entienden de poesía.

Vallejo soporta mal la bebida. Henriette tiene el aire mohíno, hace morritos con la boca apretada sin querer mirarlo. El la llama cariñosamente "mi cocotte". Henriette le dice varias veces que ya es hora de irse. El no hace caso.

Al final está tan ebrio que ella tiene que echárselo casi a cuestas para llevarlo a casa. Vallejo se despide de sus amigos diciéndoles ahora sí, me voy a España.

"De todo esto yo soy el único que parte"

LA GUARDIANA DE TUS SUEÑOS
Un cuarto miserable, un jergón viejo. Los olores del cuarto, los de él y ella, y el olor a encierro, y, sobre todo, como en toda Europa, el indefinible olor a viejo. Henriette viene a ratos, a veces se queda. Vallejo ni se fija en el lugar en que vive, sabe que no va a durar ahí mucho tiempo. Cada vez que llega a una nueva vivienda lo reciben como al joven que promete. Meses después ya quieren echarlo. No ha cumplido la promesa, es decir lo que los otros han vislumbrado en él, y que él sigue escondiendo. La gente se cansa.

"Pero dadme
por favor, un pedazo de pan en qué sentarme,"


¿Qué quieren que haga? ¿Qué esperan de mi? La misma ropa, las mismas costumbres. Cuando está en su cuarto, se lo vive encerrado, escribiendo. Cuando sale, vuelve borracho. Siempre, al final, la dueña del hotel le pedirá el cuarto, con cualquier pretexto. Nueva vivienda. Pero no durará aquí tampoco, él lo sabe. Ahora tiene algo de dinero, cuenta con la beca que le llega de España. Gracias a los buenos oficios de su amigo Pablo Abril, el gobierno español le ha otogado una mensualidad de 300 pesetas, que sirven para algo. Pagar el cuarto, gastar en los cafés de París, donde puede invitar a una mujer con el propósito de llevarla dulcemente hasta su cama, en los días en que Henriette no anda por ahí. Ella viaja con frecuencia al campo. Entonces él se despierta, desconcertado, sin recordar a quien tiene a su lado. En la penumbra del amanecer todo rostro de mujer apenas conocida tiene aires de angel guardián.

"No te hagas la que está durmiendo,
recuerda de tu trovador;
que yo ya comprendo... comprendo
la humana ecuación de tu amor."



LA OTRA FORMA DE TU SER

En el Palais de Glace. Los reflectores todos enfocados sobre el cuadrilátero. En medio de un público exaltado por la inminencia del combate, César Vallejo fuma cigarrillo tras cigarillo. Ha venido solo, no quiere que se le escape ningún detalle. No es ninguna gran pelea. Apenas Carpentier contra Firpo. Hace unos años la gente hubiera empeñado sus prendas para comprar el billete, pero ahora.

Carpentier, el francés, ya no es el de antes, pero sigue siendo el favorito del público. Vallejo lo admira, por su galantería, porque tiene "panache", porque además de gran seductor es un caballero en el ring. Ese tipo de personajes a Vallejo siempre le han fascinado. Lobos con piel de cordero. Pero su alma, su sentimiento esta noche, están del lado del contrincante. Luis Angel Firpo es el Bufalo Bill de las Pampas. A la gente le gusta su aspecto cerril, de bestia salvaje, sus anchos hombros, el pecho abarrilado de toro de casta.

"Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir : ya lo decía."

Carpentier sube al cuadrilátero y hace fintas y muestra los dientes perfectos en una gran sonrisa, y el público aúlla con fervor. Sube Firpo, el rostro cerrado, ni una sonrisa. Es un indio de verdad, ese suramericano, dice alguien detrás de Vallejo. Firpo es tan europeo como Carpentier, sólo que nacido en Argentina. Vallejo, con admiración, piensa : este hijo de puta, sabe lo que la gente espera de él y está dispuesto a darlo, no sólo para comer, sino para ganar dinero de veras. Firpo sabe hacerlo, sabe seguirles el juego, no mostrarse como uno es sino como ellos quieren que uno sea, como ellos se lo imaginan. El camino de los triunfadores, el gran simulacro, no ser, parecer lo que los demás esperan que tú seas, ellos quieren hoy un indio salvaje dando saltos en esa lona y tú, Angel Miguel Firpo, argentino hijo de inmigrantes italianos les darás el indio que piden, y más indio y más salvaje no puede haber nadie, pareces estar diciéndoles.

Tan salvaje que Carpentier no resiste el ataque. Sin contemplaciones Firpo lo tira varias veces a la lona. La gente se queda muda, como si no comprendiera. No se lo esperaban. El público esperaba en silencio que se levantara. Pero no volvió a levantarse, hasta que vinieron los segundos y lo ayudaron. Sonreía a todos como si hubiera hecho una gracia, más caballero, más seductor que nunca. Y el Palais de Glace entero guardó tres interminables segundos de silencio. Pero cuando Carpentier saludó e hizo el gesto de irse, el público, enloquecido de nuevo volvió a aplaudirlo, como si hubiera sido el verdadero vencedor. Ni perdiendo pierde, piensa Vallejo. En América Latina es lo contrario, a un Firpo tirado en la lona lo hubieran abucheado y hasta insultado. No perdonamos a los que pierden. Quizá por eso casi nunca se ganaba, las derrotas eran más numerosas que las victorias y las victorias tenían un sabor ácido amargo.

Todo, incluso esta reflexión, queda anotado en su cuaderno de apuntes. Ahí, en otras páginas, otros encuentros. Hay de todo. Púgiles, bailarinas, tenistas, lo que el mundo pide y consume para distraerse mientras llega el gran momento, el de la gravedad difinitiva.

Ahí, bien anotado y como si lo hubiera creado el mismo Vallejo, aparece el partido entre Borotra y Brugnon, los dos ídolos del tenis. Ahí también, páginas adelante, se deja ver Suzanne Lenglen, tan elegante en la cancha como en la ciudad, y a quien Vallejo califica de magnífica tenista y bella mujer, y la describe en pocos trazos cuando presentaba los modelos del costurero Jean Patou. Y en las páginas siguientes otros personajes, de los que no publica nada, como si tuviera la imperiosa necesidad de meterlos ahí para creer en ellos.

PALABRAS AL VIENTO

De manera que esa noche fue a ver la pieza de Jules Romains, "Knock", en la Comedie des Champs Elysées. Vallejo quería conocerlo, pero el gran escritor no apareció por ninguna parte. Ni en los camerinos, ni los palcos, ni en los primeros puestos de la platea. El teatro está lleno. -Perdón, es mi butaca. -¿Suya? ¿Usted la compro? -Compré el billete, señor, ahí está el número, mire por favor. -No necesito mirar, caballero, creo en su palabra. -Gracias. Se concentra en la pieza. Viendo actuar a Louis Jouvet se da cuenta una vez más de la serie de imposturas que alimentan la escena. Y la vida. El Jouvet que la gente aplaude es uno, el actor que están viendo es otro, el hombre de teatro que Vallejo conoció hace dos meses cuando Barrault se lo presentó, es todavía otro, y así. En la pieza, todo es cartón y voces, y hasta en la representación misma lo falso ocupa el primer plano : el médico no es un verdadero médico ya que no se interesa por la salud de los pacientes sino por la prosperidad de su carrera. Ironía. Finalmente él, ahí sentado cómodamente en la butaca, rodeado de gente que ha ido al teatro para combatir el aburrimiento de la vida, a ver y a mostrarse, él, con su cuaderno de notas donde cree atrapar la superficie de la vida, tampoco es él. Seguro.

"Todo esto no es ni yo ni mi vida".

Toma nota del comportamiento estudiado, programado, aprendido de los asistentes. Delgada, muy elegante, por ejemplo, esa mujer en el palco que se ríe no de lo que le dice su compañero sino porque su risa, en ese mundo aparente, tiene que ocurrir ahí, en el momento oportuno. Los ojos sesgados, las manos finas, y la manera de voltearse a un lado y otro, como si la escena no estuviera abajo sino en su palco. Preciosa. Todo lo falso en ella es pura y verdadera belleza. Y el público en general, se diría que todos son actores, todos jugando el juego. Y la misma vida, como en la pieza de Calderón de la Barca, humo y paja. Pero eran otros tiempos. En la época de Shakespeare no se conocía la democracia pero el público era libre, la literatura también. El teatro de hoy día es puro cartón pintado. Decide escribir "piezas de cartón" para el teatro puro.

El año anterior se había fundado en París una empresa editorial prometedora, "Los grandes periódicos iberoamericanos". César Vallejo es hoy su secretario. Pero lo que lo ocupa por ahora es la serie de artículos que está escribiendo para las revistas peruanas. Y a todas horas, mientras asiste por ejemplo a la representación de esta pieza, toma notas, reflexiona sobre lo que escribirá en los días próximos, reflexiona finalmente sin tomar ya notas. Para "Variedades", decide, escribirá sobre los personajes que quiere ridiculizar y sobre aspectos incongruentes de la realidad europea. Para "Mundial", las otras cosas, los aspectos que ama de Europa. Al final lo hará así o al contrario, no importa.

"¿Qué me da, que me azoto en la línea
y creo que me sigue, al trote, el punto?"

Piensa también que en cualquiera de esas dos publicaciones podrá aparecer, y aparecerá de todos modos, lo del pasaje de la linea de Air France, Paris-Londres, que está compuesto sobre todo por mujeres de la clase alta parisina, quienes resultan la mejor propaganda para los vistosos aviones Handley.


Y también piensa en la crónica sobre Henry Charrière, el que será conocido hacia el final de su vida con el remoquete célebre de "Papillon", condenado a cadena perpetua, y le parece estarlo viendo todavía, elegante en el banco de los acusados, con su corbatín negro y su saco oscuro cruzado de cuatro botones, bien hablado, pugnaz, inteligente, mientras alguien comenta por ahí cerca que sus propias virtudes de hombre hábil pesarán contra él en el juicio. Y su mujer, bella, algo jamona ya pero irresistiblemente distinguida, altiva, y la gente, ese público ávido que asiste puntualmente durante todo el proceso, y que son siempre los mismos, como si acudieran a una cita, y que no tienen miradas sino para ella, para la mujer, incluso cuando parecen estar mirando al acusado.

"Quiero escribir pero me sale espuma,
quiero decir mucho y me atollo;
no hay cifra hablada que no sea suma,
no hay pirámide escrita, sin cogollo."
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Para "Mundial", envía colaboraciones en las que exalta y apoya a sus autores preferidos y donde destaca los aspectos positivos de la sociedad francesa. Y así como habla despectivamente de André Breton y de Cocteau, hace elogios de Artaud y de Picasso, verdaderos genios. Piensa que no podrá decir en sus crónicas las cosas que le disgustan porque entonces la gente no comprendería para qué escribe, su labor es ir más o menos con la corriente, como le aconsejó alguna vez un colega, no chocar ni a los dueños de los periódicos ni al gran público.

Afortunadamente, tiene el consuelo de que con su poesía la cosa será diferente, en ese terreno él es él y su creación es verdaderamente libre. Sin embargo para todos, incluso para sus amigos íntimos, Vallejo es sólo un periodista. Los que lo conocen mejor piensan que, como los adolescentes, Vallejo cuando está a solas escribe versos.

"Yo no tengo, en verdad, oficio, profesión ni nada", les repite siempre, pero sin quejarse. No se quejaba nunca por la vida que vivía, sino, a veces, por las cosas que le ocurrían. Se queja con sus amigos de que lo que gana por sus crónicas no le da ni para vivir, durante un tiempo sus artículos fueron publicados sin que él recibiera un céntimo, por los de ahora, contratados por intermedio de sus conocidos en el Perú, sigue esperando que se le paguen bajo las condiciones establecidas. El dinero que gana por esos trabajos se queda en manos de los que le ayudan allá a publicar. Por eso, aquí, tiene que acudir a sus amigos, que le prestan siempre y no le cobran nunca. Pero sus amigos saben en cambio que pueden contar con él, con su amistad irrestricta y su solidaridad, pues Vallejo es cada vez más un hombre de buena compañía y cada vez menos el poeta solitario. Ha cambiado. La amistad de César Vallejo es cosa que no tiene precio, dicen todos sus amigos.

DESDE LA VENTANA

"Un hombre está mirando a una mujer"

Espía la aparición de la joven que vive enfrente. Cuando ella aparece, hace como si por puro azar, al asomarse, la viera. La saluda. Esa coincidencia se repite varias veces. En una ocasión él le pregunta algo y ella no entiende y él le repite, con su acento de suramericano. Entablan un ligero diálogo, que se interrumpe cuando "Cocotte" aparece a sus espaldas. El se despide con un movimiento de la mano y la joven le sonríe, comprensiva. Henriette le hace reproches. El ya no quiere verla con la frecuencia de antes, le dice, a veces ni la soporta. El no contesta. Henriette se va enfadada.

Pero vuelve, vuelve siempre. Nada ha cambiado. La joven de enfrente sale y entra, grácil, como una golondrina. Vallejo se lo dice un día y ella se ríe, se ríe mucho cuando él le traduce la palabra y pronuncia ya con un principio de amor : "Hirondelle". Vallejo le dice que las palabras no le salen fácilmente, que sigue siendo un extraño en su lengua, pero que en cambio cada vez piensa más en francés. ¿Pero, y "Cocotte"?

"¿Cómo ser
y estar, sin darle cólera al vecino?"

La joven de enfrente se llama Georgette, ya se conocen mejor.

UN PARAGUAS PARA EL AMOR

Esta vez fue por puro azar. Se la encontró en la calle, no lejos de la casa. Empezó a llover y
él vio ahí una excusa para quedarse un rato con ella. En los primeros momento, de pura torpeza, le ofreció su paraguas. Y la joven se sorprende : cuál paraguas, pues no le ve ninguno. El dice que va a la casa a traerlo corriendo. Ella lo espera. El corre a su pieza, busca, busca y no encuentra. Cocotte, que anda por ahí, le pregunta qué busca y él dice que su paraguas. Ella se ríe, jamás, desde que lo conoce le ha visto un paraguas. Vallejo está seguro de que tiene en alguna parte uno, pero sale sin nada mientras a sus espaldas resuenan las carcajadas de Cocotte. Vallejo vuelve donde la joven, le dice que no encontró su paraguas, pero que para protegerse de la lluvia pueden ir a un café, él la invita.

"Mas, cae, el aguacero
al ataúd de mi sendero,
donde me ahueso para ti..."


Le contó que no encontró paraguas porque no tenía. Ella se rio y él le propuso que tomara un café. Fue ese día, cuando le repitió que viéndola entrar y salir de la casa se la imaginaba como una golondrina, que por primera vez ella repitió la palabra, para ella misma, como si se apoderara del apodo cariñoso con que Vallejo la llamaría hasta el día mismo de su muerte : "Hirondelle".

Cuando regresó, esa tarde, ni rastros de "Cocotte". En la noche no durmió, reconstruyendo el diálogo con Georgette. Y en su imaginación se hacía ilusiones con la joven. Pero diciéndose que sería todos modos como siempre, una aventura más. Ninguna hasta ahora ha tenido la tenacidad de "Cocotte" para soportarlo y para volver siempre con él. "Cocotte" estará aquí mañana, y pasado mañana, pase lo que pase.

En cambio burguesita venida a menos... no, no puede compararse con "Cocotte" tan capaz de soportarlo todo, se dice. De vivir, día a día, con un hombre al que le falta todo.

Años más tarde, un día de lluvia, Georgette le dirá : Te hace falta un paraguas.
-Tú eres mi paraguas.
-Yo soy tu mujer.
-Paris es mi paraguas.



ESCRIBIR EN SOLEDAD
En su cuartucho de París, está buscando entre sus papeles un poema, para corregirlo, recomponerlo. Esa es su manera de escribir. Su manera desde la época de Trujillo, desde los días en que compuso "Trilce". Vivir en Europa no le ha cambiado sus costumbres.

No encuentra el poema que busca, pero encuentra otro que le llama la atención por su comienzo : "Me moriré en París..." Se pone a trabajarlo. Viene Afanador y Vallejo le lee el poema.

"Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo."


Vallejo le cuenta que se va a casar con Georgette. Afanador lo felicita, así sentarás cabeza. Vallejo le habla de sus manuscritos y se queja de "tanto cajón". Piensa en tirar todo al basurero, pero no lo tira. (Gracias a ese "cajón" conocemos lo más depurado de su obra. En 1996, años después de la muerte de Angel Rama, los 52 manuscritos de César Vallejo son descubiertos en Montevideo, donde el crítico literario los tuvo bien guardado en su cajón y resevados para su posterior estudio.)

LA PATRIA ERRANTE

"Me gusta la vida enormemente,
Pero desde luego,
Con mi muerte querida y mi café
Y viendo los castaños frondosos de París"

Entonces le notifican la expulsión del país, porque lo consideran extranjero indeseable. Entre las personas que esperan en la comisaría hay una mujercita que se parece a "Cocotte". Se pregunta dónde andará su antigua amante, con sus sueños de dama bien, su querida costurerita. "Cocotte" quería ser una burguesa, siendo apenas una modistilla, mientras que Georgette, burguesita venida a menos, dice detestar su propia clase y se identifica más bien con los trabajadores. Georgette quiere ser comunista sin haber puesto nunca los pies en una fábrica. Nadie está contento con su propio pellejo, piensa Vallejo. Hasta la patria nos parece un vestido o un atuendo, mejor, de quitar y poner.

El policía, que lo observa con disimulo, se dice que ese hombre no le hace mal a nadie, tiene el aspecto de los ángeles caídos. Y por deformación profesional se graba en su memoria las facciones bien delineadas, la cara varonil, ruda, el aire pensativo y como perdido, como metido allá lejos en sus pensamientos, los brazos cruzados sobre el pecho, aguardando, de ese hombre que vez en cuando se pone la mano, cerrada como un puño, bajo la quijada y se pierde en su adentros. En medio de toda esa gente era el único realmente solo.

Es a finales de diciembre. Al fin el comisario se asoma, le hace señas de que pase, se le interrumpen sus pensamientos. Delante de la autoridad no se puede pensar en nada. Pero piensa de todas maneras, piensa que ha sido convocado a una comisaría de barrio, piensa sin buscar explicaciones que las autoridades ni siquiera le han dado importancia, a él, que se ha codeado con grandes artistas, lo hacen comparecer a una oficina donde se convoca igualmente a los borrachitos consuetudinarios, a las prostitutas escandalosas, a los bravucones de fin de semana. Sólo para decirle que se le considera extranjero indeseable.

Leyendo en la puerta el papel de la notificación que le han dado, recuerda, se ve a sí mismo después de su salida de la cárcel, bajo libertad condicional, allá en el Perú, con el temor de que su juicio sea reabierto. Recuerda cómo apresura sus planes de irse a Europa para no volver jamás. Y se vuelve, de pronto, y le pregunta al comisario que está todavía ahí en la puerta esperando que el otro se vaya, si podrá volver un día a París. El funcionario se alza de hombros dando a entender que eso nadie lo sabe, nadie lo puede decir. ¿A dónde se piensa ir?, le pregunta. Vallejo no contesta, aunque tiene ya la respuesta. "Me voy a España, con Georgette esta vez".

El mundo está patas arriba, piensa Vallejo : Hitler y sus ideas nacional socialistas son un virus que amenazan de contaminación el contienente. Musolini y sus fascistas marchan sobre Roma. Y el secretario general del Partido Comunista Soviético sigue siendo Stalin, del que Vallejo no se hace ilusiones. Las purgas ya han comenzado. Los artistas son los primeros en sufrir las consecuencias, rechazan el orden antiguo pero el orden nuevo que se comienza a imponer los limita aún más. Por todas partes hay manifestaciones. Dadá rompe con todo lo que encuentra. Los futuristas sólo tienen visión para el mundo industrial que se avecina. Europa entera se crispa, nadie se siente seguro de nada.

"¡Y la pólvora fue, de pronto, pólvora!"

UN MEDICO PARA EL ALMA

"¿Quién no almuerza y no toma el tranvía,
con su cigarrillo contratado y su dolor de bolsillo?"


El consultorio del doctor tiene el aspecto de las cosas provisionales. Como si el doctor se acabara de instalar o se dispusiera a partir. Porque el doctor Porras vive así, con la idea de partir, seguro de que un día de estos se va, pero ya lleva 25 años, desde que llegó. Veinticinco años yéndose de Paris y no se va. Una mesa rústica hace las veces de escritorio. Sobre la mesa hace acostar a sus pacientes para examinarlos. Sillas viejas, descabaladas, el gran armario sirve de biblioteca y, a un lado, una silla perezosa. Un tablero negro en la pared donde anota con tiza blanca las cosas que tiene que hacer en el día. Es mi agenda, dice, y que le parece que poner las cosas a la vista de todos es muy útil pues los pacientes, leyendolas, recuerdan cosas que también tenían que hacer.

Vallejo, sin necesidad de notas, tiene todo tipo de recuerdos. Ahora por ejemplo, recuerda al presidente de la república, Paul Daumer, asesinado cuando asistía a la venta anual organizada por la asociación de antiguos combatientes, en el bulevar Raspail. ¿Usted conoce a un tal Gorguloff, doctor?, pregunta. El doctor Porras no tiene ni idea de quién pueda ser. Es un exiliado ruso, dice Vallejo, fue el que mató al presidente, en 1932.

La vida es trágica, dice el doctor con sabiduría. Así es, contesta Vallejo. Recuerda que a Stavisky, lo "suicidaron" junto a su lecho en 1934. Y que esa misma noche, él presenció la arrestación de su mujer. Era muy tarde, y la noche fría, pero toda la prensa parisina estaba ahí, secretamente informada de que se produciría la arrestación. Bajo los fogonazos de las cámaras la esposa de Stavisky, Arlette, se veía aún más bella. Es la mujer más bella que he visto conducida por la policía, dice Vallejo, los gendarmes iban con ella como si la escoltaran. El doctor sonríe, creyendo que Vallejo está haciendo un chiste. Pero con Vallejo, siempre tan serio, nunca se sabe. Mujer extremadamente bella, repite el poeta.

La imagen de Stavisky persiste en su memoria. Cubierto de sangre junto a su lecho el gran estafador de los bonos del banco Crédit Municipal tenía la misma apariencia que un herido de accidente en autopista. Pero junto a esa imagen, en el recuerdo de Vallejo, estaba la de todos los políticos mezclados con sus negociados, y los dirigentes de grandes empresas, acusados cuando menos se lo esperaban. Fue un escándalo enorme, dice el poeta, cada día aparecía un nuevo comprometido, daba la impresión de que al final toda la clase política estaba untada. El escándalo continúa, dice el doctor.

Abre todo el chorro del lavamanos. Se lava y se refriga las manos. En las paredes hay dibujos de figuras anatómicas. Uno de ellos, el de histiología, muestra a la Muerte riendo mientras agita sus huesos. Vallejo le dice que a él ese consultorio siempre le pareció como de pieza de teatro. El doctor alega que todo ahí es natural, no ha puesto nada para producir efectos. Vallejo insiste que precisamente es en eso que parece de teatro, en esa búsquedad de lo natural. La vida tal cual es más fantástica de lo que parece. El doctor lo hace acostar sobre la mesa después de quitar papeles y otras cosas del escritorio. Lo examina. No le encuentra ninguna anomalía, le dice que goza de salud perfecta aunque tenga cara de enfermo. Desde que llegué a París los médicos me buscan enfermedades y no me las encuentran, dice el poeta. Es por su aspecto, le dice el doctor Porras, disculpándose. Lo que pasa es que yo nací un día en que Dios estaba enfermo, dice Vallejo.

No es sólo su cuerpo, sino que ésta no es una buena época para el mundo, dice el doctor. ¿Por qué, qué pasa? El doctor se lo recuerda.

Le recuerda los días en que las ligas de extrema derecha organizan una manifestación que se desborda y se convierte en motín, y la policía interviene : 15 muertos. Los miembros de la Legión de la Solidaridad Francesa asisten luego a una misa en Notre Dame, para conmemorar a sus muertos. Y ahora el poeta recuerda, él también, el impresionante desfile de los escuadrones de las Cruces de Fuego, en los Campos Elíseos, que lo deja horrorizado; no era el populacho de la Solidaridad el que desfilaba entonces sino el francés medio, rigurosamente vestido, con corbata y camisa blanca, impecables y duros, admiradores todos de Musolini.

Usted está asustado, le dice el doctor, eso es pura bulla. No es susto, dice Vallejo, sino que toda esa extrema derecha me da en qué pensar. Pero los que más le dan en qué pensar son los del Frente Franco, otra partida de facciosos de extrema, sus miembros saludan a la manera fascista. Jean Boissel, con su parche de pirata en el ojo izquierdo, parece un extra de opereta. Pero Vallejo sabe que las ideas que Boissel defiende van en serio. Y luego, los temibles jóvenes patriotas y su estricto servicio de orden. Todo eso me da calofrío, dice. El calofrío es el mal del siglo, dice el doctor, aquí y en todas partes.

Pero el poeta piensa en otros grupos, en otras posibilidades, piensa en los socialistas, los comunistas, el Frente Popular. "Mi gente", dice Vallejo. El doctor, escéptico, se alza de hombros. Vuelve, con manía profesional, a lavarse las manos.

LA AFEITADA MATINAL

"¡Mas ya nunca veréle, afeitándose al pie de su mañana;
ya nunca, ya jamás, ya para qué!"


Es en la mañana, hace frío, pero Vallejo entreabre la ventana. No ha dormido en toda la noche. Acaba de tomar su ducha y se está afeitando. El espejo cuelga del pestillo de la ventana entreabierta. De tal manera que mientras se afeita puede mirar lo que pasa afuera. Oye el silbato de un tren que pasa.

Oye gritos, también, y le parece que alguien dice su nombre : "¡Cesar Vallejo, César Vallejo!" Se asoma y ve una especie de mercado, puestos de venta, con arrumes de mantequilla, legumbres, pollos ya pelados colgando de las patas. Y ve el hombre que gritaba, pero no era con él, sino para que quitaran un carromato que estorbaba, gritos que él confundió con los de alguien que lo llamaba. En la esquina, estacionados ahí esperando a sus dueños, hay automóviles de varios modelos. Una camioneta llega con los periódicos y los deja en un puesto de venta. Recuerda entonces un sueño que tuvo en el Perú, el año mismo de su partida definitiva del país.

Lo curioso, cae en cuenta, es que entonces soñó con lo mismo que está viendo en este momento, con lo que tiene ahí ante sus ojos. Sólo que en la escena del sueño él estaba acompañado por altas personalidades francesas, todos observando lo que pasaba abajo. Pero en el sueño, como en una premonición, aparecían todos aquellos personajes que él conocería luego. Empieza nombrarlos en voz alta, pero no termina, la lista es larga.

Se mira por última vez en el espejo, estudiando sus rasgos. Se pasa por última vez la navaja hasta casi hacerse daño. Se mira. "Yo soy otro".

Sigue pensando en el artículo que tiene que escribir para la revista "Germinal", sobre lo que pasa actualmente en el Perú. No siente ninguna inquietud, ningún desasosiego. Desde este momento vivirá en hoteles y cuartos amueblados, hasta que en 1936 se instale con "Guillete" en el Hotel del Maine, que será la última residencia del poeta. La "Hirondelle" del comienzo se ha convertido en su "Guillete" de los últimos años.

PARA ESCRIBIR EN SILENCIO

"El placer de esperar en zapatillas,"

Una gran mesa de madera francesa de otra época, restos del mobiliario de Georgette, con papeles encima, debajo, regados por todas partes, y algunos libros, más bien pocos, una máquina de escribir de las que llaman portátiles porque tienen las dimensiones de una maleta de viaje, un florero con flores secas, un almanaque del año 1936. Eso es todo lo que tiene y lo que para escribir necesita. Vallejo escribe a mano, corrige, pasa a máquina y corrige de nuevo. Toma de un arrume textos aparentemente ya terminados y los corrige de nuevo, les hace anotaciones encima y toma notas aparte. Cuenta los arrumes sucesivos y concluye en voz alta: más de cincuenta manuscritos. Sigue pensando en voz alta : en dos meses llevo escritos 25 poemas. Habla solo, es su vieja costumbre. Por la ventana se suceden los días con sus cambios de luces y sombras. A veces hay alguna pausa en el trabajo febril de esos días. Cuando Georgette insiste en ser escuchada o cuando viene un amigo. Es la época en que ella le repite a la gente que viene y que la encuentra desconsolada : "Yo siempre estoy sola, con Vallejo o sin Vallejo." Vallejo está sin estar; no sale nunca, pero para ella nunca esta ahí.

"ya que, sudando tinta
uno hace cuanto puede, no me digan..."


CONTEMPLANDO EL "GUERNICA"

"¡Cuídate, España, de tu propia España!"

Ante el cuadro de Picasso se dice que siempre quiso escribir como Picasso pintaba. Habla solo, como siempre, y como siempre en español. Pero en su soliloquio hay una especie de diálogo con él mismo. Se pregunta, se pide cuentas, y luego él mismo se responde, se acusa y se defiende.

Lo sucedido afecta la sensibilidad del poeta. El 26 de abril de 1937, bajo las órdenes de Franco una escuadrilla de aviones alemanes ataca la ciudad de Guernica : oleadas sucesivas de Heinkels y Junkers lanzan bombas incendiarias y explosivos de alto poder. Las calles, rociadas con balas disparadas por ametralladoras desde el aire, como en un ejercicio de fumigación, quedan colmadas de muertos de todas las edades. Por primera vez en la historia de la humanidad se aplica la destrucción sistemática de la población civil, indefensa.

La noticia llega a París el 28 de abril. Dos días después Picasso pinta un caballo agonizante, un toro y una mujer con una lámpara asomada a una ventana, dibujos que hacen parte de la composición que en este momento Vallejo está contemplando

"¡De aquí, como repito,
desde este punto de vista,
se ve perfectamente a los defensores de Guernica!"

Vallejo ha visitado el taller, varias veces, sin saber todavía lo que representan los bocetos. Es un taller situado en la calle de Grands-Agustins, y en una ocasión un amigo que lo acompaña le hace ver que el número de la casa en que vive Picasso y la disposición del apartamento concuerda con la que describe Balzac al comienzo de su relato "Le chef-d'oeuvre inconnu". Era el tema de la obra nunca terminada, nunca vendida, desconocida, objeto de una creación furiosa y contínua, incesante.

No fue ése el caso de la obra de Picasso, y ahí estaba la prueba. Vallejo no se cansa de contemplarlo. Hay poco público en la exposición. Pero ese cuadro, el más auténtico sobre el horror de la guerra, permanecerá expuesto para los parisinos desde el mes de junio, en el pabellon español. Todo París podía ir a verlo.


AL FIN LA MUERTE

"También sudaba de tristeza el muerto".

Después de ver el cuadro de Picasso, Vallejo tuvo una reacción emocional que lo mantuvo más alejado que nunca del mundo, y luego, a partir de septiembre, le vino de nuevo la furia del trabajo literario. Entonces fue el encierro, para escribir y reescribir, hasta producir en apenas dos meses 80 poemas. El 31 de diciembre, al despedir el año despide también en cierta forma su vida anterior, ya que al día siguiente será un hombre distinto. Georgette lo nota cansado, no del cuerpo, sino del alma.

Comienza la fiebre a visitarlo, por intervalos, como una mensajera de la muerte, piensa el poeta. Hasta que un día se enferma de verdad, después del almuerzo. El médico lo visita, no le encuentra nada grave. Georgette insiste en que su esposo está muy malo, hasta que se decide internarlo. Ingresa a la Clinique Chirurgicale el 25 de marzo, a las tres de la tarde. Vallejo presiente que esa clínica incolora, impersonal, será su última morada.

"Retrocediendo desde Talavera,
en grupos de a uno, armados de hambre, en masas de a uno,
armado de pecho hasta la frente,
sin aviones, sin guerra, sin rencor"

Primero entró en una especie de delirio, según contaba la enfermera. Preguntó por su madre, y los presentes no sabían qué responderle. Llamó entonces a "Hirondelle", pero nadie ahí sabía de quien se trataba. Le decían que su esposa vendría más tarde. Pero él no quería ver a su esposa sino a "Hirondelle". Fue entonces cuando pidió navajas para afeitarse, porque necesitaba estar presentable para el momento más grave, dijo. Todos los presentes pensaron que ahora sí había entrado en su última fase. Y sin estar enfermo, insistía uno de los médicos. Entonces lo oyeron que gritaba : "España, me voy a España". Y no volvió a decir nada. Eso contaba la enfermera.

Un silencio total que dura dos horas. Y en esas dos horas los médicos, los cinco médicos que lo han asistido en su enfermedad desconocida se turnan para no dejarlo solo en sus últimos momentos. Tres de ellos son médicos de probada trayectoria : el doctor Porras, que fue su amigo, el doctor Arias Schreiber, el más humano, y el doctor Lejard, médico del ministro Calderón, quien quedó designado como único responsable de los cuidados del enfermo, pero que tampoco atribuye mayor gravedad a los males de Vallejo, para él a lo mejor el poeta se quiere morir, eso es todo.

"Nadie se acuesta fuera de su cuerpo..."

Ni se muere tampoco, dice el doctor Lejard. Hace un mes lo trajeron a esta Clínica, recuerda alguien en voz alta. Luego, de nuevo el silencio. El día anterior ya sabía que hoy era el día de su muerte. Fue cuando vino a visitarlo Federico Távara, y Vallejo se le prendió de las manos. No quería dejarlo ir.

"¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!

Al final le dijo a Federico que mañana sería el día, que viniera sin falta. Pidió un espejo y se miró.

"Soy un jugador perdido, ya han surgido las ojeras de la Muerte."

Además estaba harto de hacer esperar tanto a todo el mundo, dijo. Y Federico, al día siguiente, había ido, muy temprano. Era viernes, Viernes Santo, por añadidura, y fue el primero en llegar.

El ruido de los autómoviles que pasan por el bulevar Arago es un murmullo constante. Cercan están la Rotonde y la Coupole. En el cuarto, porque ya se acerca el momento final, apretujados y expectantes, los testigos de su partida, los cinco médicos y tres amigos, también las dos enfermeras y, como llegada expresamente para asistir a la despedida, Georgette.

El doctor Porras, con su confianza de siempre, le toca la frente. Vallejo está sudando. Ya no tiene ropa de recambio, dice la enfermera. Le explica al médico que el camisón que tiene es prestado. Georgette dice que sano o enfermo Vallejo nunca ha tenido ropa.

De pronto, Vallejo, que ya no habla, les sonríe con amargura, los labios apretados, los rasgos viriles fuertemente delineados en su demacrada cara, y se voltea hacia la pared. Y así se queda, sin querer mostrar su cara.

Nadie habla. Por las ventanas abiertas entra el fragor de los ómnibus, el ruido de la vida en día de asueto por el bulevar arriba. Los árboles tienen el verde de la primavera. El sol mañanero inunda por completo la pieza. Georgette recuerda el antiguo verso : "Me moriré en París con aguacero" y quiere creer que a lo mejor todavía no es la hora. Con ese sol y con tan buen tiempo no te mueres, piensa. En otras ocasiones en que también lo han creído al borde de la muerte, se ha salvado. Georgette espera que su esposo se vuelva de nuevo hacia ellos. Pero el poeta sigue dándoles la espalda.

Y así se estuvo, mudo, mirando hacia el muro, dando la espalda a los presentes. Hasta las 9 y 15 de la mañana cuando dejó oír, muy sonoro, su último suspiro. Fue un suspiro largo, hondo, como si se hubiera vaciado. Después nada. Lo habían dejado tal como estaba, con la cara mirando al muro. Le preguntaron a la esposa si quería que lo voltearan, para verlo. Georgette se quedó muda mirando la espalda de su esposo, y lo que dijo, muy bajo, fue : Así vivió él siempre, dándole la espalda al mundo pero desviviéndose por todo.

Las enfermeras lo vuelven finalmente boca arriba, le extienden los brazos a lo largo del cuerpo. Vallejo tiene los ojos firmemente cerrados pero el rostro sereno. "Es un muerto que inspira confianza", dice Federico Távara. Y nadie dirá nada más. La frase ha quedado resonando en el cuarto como un epitafio. Georgette contempla el cuerpo tendido con una mirada larga, insondable. En todos los presentes se nota la aceptación de la paz definitiva.

FIN

© 2005, Uribe Carreño Gabriel
©LOS NUESTROS EN PARIS - Ediciones VERICUETOS, 2007, Paris
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